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La protección del trabajador informante según la Ley 2/2023

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El 13 de marzo de este año entraba en vigor la Ley 2/2023 reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción. Esta disposición venía a trasponer al ordenamiento jurídico español la Directiva 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre de 2019, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión. Como su propio nombre índica, el objetivo de la directiva era proteger a aquellas personas que denunciasen cualquier incumplimiento del Derecho comunitario, especialmente en el ámbito de una relación profesional de prestación de servicios. De esta forma se quería desde las instituciones europeas garantizar de manera privilegiada el cumplimiento de sus disposiciones normativas por parte de las entidades públicas y privadas de los diferentes Estados miembros. Para ello obligaba a la instauración de canales de denuncia, públicos y privados, que garantizasen la confidencialidad del denunciante, así como la introducción garantías de inmunidad frente a cualquier represalia que aquellos pudieran sufrir como consecuencia de su denuncia. 

El legislador español, en su labor de transposición, va mucho más allá y no solo introduce tales garantías para quienes denuncien una infracción del derecho comunitario –protección esencial que la mencionada directiva le obligaba a regular– sino también para quienes comuniquen acciones u omisiones que puedan ser constitutivas de infracción penal o administrativa grave o muy grave según el Derecho nacional (art. 2.1.b Ley 2/2023). De este modo, el ámbito objetivo de la protección se amplía considerablemente para proteger muchas denuncias que quedaban al margen de la tutela establecida por la directiva. 

La nueva norma impone obligaciones muy importantes sobre las empresas (las de más de 50 trabajadores) y sobre las Administraciones Públicas, pues ambas son responsables de instaurar en sus respectivos ámbitos de organización un canal propio que garantice a sus empleados la posibilidad de denunciar confidencialmente cualquier incumplimiento normativo que observen en su prestación de servicios. La ley es bastante minuciosa a la hora de regular los requisitos que deben reunir tales canales (a ello dedica todo su título II). Aunque el régimen de funcionamiento de los mismos no es el objeto de este comentario, cabe decir que el plazo para su puesta en funcionamiento será hasta el 13 de junio para las Administraciones Públicas y empresas de hasta 249 operarios, y hasta el 1 de diciembre para las empresas de menor tamaño (entre 50 y 249 trabajadores) y los municipios de hasta 10.000 habitantes (DT segunda). Además de estos canales internos de denuncia, se prevé la articulación de un canal centralizado a nivel nacional al que podrán acudir todos aquellos trabajadores de PYMES así como aquellos empleados de la Administración o de empresas privadas cuyos canales internos les suscite algún tipo de recelo o desconfianza –la denominada Autoridad Independiente de Protección del Informante, A.A.I., regulada en el Título VIII de la norma–.  

El objetivo de este comentario, como decimos, no es tanto describir los requisitos y la operatividad de estos canales de denuncia, sino informar superficialmente de las garantías que asisten al operario que acuda a ellos, punto este en el que, a nuestro modo de ver, la norma introduce novedades de una importantísima –y creo que todavía no del todo ponderada– trascendencia práctica. 

Es el art. 36 de la norma el que regula la prohibición de represalias frente a los informantes. Entre otras, con mayor interés para nosotros, entiende que se presumirán como tales la “suspensión del contrato de trabajo, despido o extinción de la relación laboral o estatutaria, incluyendo la no renovación o la terminación anticipada de un contrato de trabajo temporal una vez superado el período de prueba, o terminación anticipada o anulación de contratos de bienes o servicios, imposición de cualquier medida disciplinaria, degradación o denegación de ascensos y cualquier otra modificación sustancial de las condiciones de trabajo y la no conversión de un contrato de trabajo temporal en uno indefinido, en caso de que el trabajador tuviera expectativas legítimas de que se le ofrecería un trabajo indefinido”.  

Cualesquiera de estas medidas –casi todas las que incumben al poder de dirección patronal– que adopte la empresa, se presumirá que constituyen una represalia frente a la denuncia del operario salvo que se acredite que las mismas responden a  “circunstancias, hechos o infracciones acreditadas, y ajenas a la presentación de la comunicación”. Es sumamente llamativo constatar que esta garantía o ventaja procesal –se trata de una presunción que invierte la carga de la prueba en un eventual pleito– es mucho más tuitiva para los trabajadores que la que se contempla en la actual normativa reguladora de la tutela de los derechos fundamentales. Según la normativa procesal laboral, la denuncia de vulneración de derechos fundamentales invierte la carga de la prueba en aquellos casos en los que el se acrediten indicios fundados de que la actuación empresarial tenía algún móvil discriminatorio o atentatorio de un derecho fundamental del trabajador (art. 96.1 LRJS). Sin embargo, la nueva normativa específica de protección al informante no contiene ninguna exigencia de indicios, sino que extiende la presunción del móvil represor a todas las decisiones menoscabadoras de derechos tomadas por la empresa en el plazo de dos años desde la tramitación de la denuncia. Así se pronuncia el artículo 38.4 de la precitada norma: 

En los procedimientos ante un órgano jurisdiccional u otra autoridad relativos a los perjuicios sufridos por los informantes, una vez que el informante haya demostrado razonablemente que ha comunicado o ha hecho una revelación pública de conformidad con esta ley y que ha sufrido un perjuicio, se presumirá que el perjuicio se produjo como represalia por informar o por hacer una revelación pública. En tales casos, corresponderá a la persona que haya tomado la medida perjudicial probar que esa medida se basó en motivos debidamente justificados no vinculados a la comunicación o revelación pública

Como vemos, se trata de una cuasiobjetivización de la responsabilidad empresarial, sobre todo si tomamos en cuenta los rigurosos estándares de confidencialidad que introduce el sistema de denuncias en favor del informante (art. 5.b). Estos, por sí mismos, deberían impedir que el empresario pudiera conocer la identidad del operario denunciante y, por tanto, cabría desconectar cualquier decisión empresarial que afecte al trabajador del ejercicio por parte de su denuncia. No obstante, el legislador nacional –y aquí sigue el modelo de protección de la directiva europea– ha querido introducir una protección maximalista, quizás en el entendimiento de que, a pesar del riguroso deber de confidencialidad en la tramitación de las denuncias, las relaciones personales en una empresa pueden hacer intuir quién ha sido el informante, sin que ello derive necesariamente de una filtración de datos protegidos. 

La consecuencia de que la decisión se entienda una represalia, porque así se demuestre fehacientemente o porque no se haya conseguido desvirtuar la presunción establecida en la ley, no está del todo clara en la norma. El artículo 36.1 proclama: “Se prohíben expresamente los actos constitutivos de represalia, incluidas las amenazas de represalia y las tentativas de represalia contra las personas que presenten una comunicación conforme a lo previsto en esta ley”. La consecuencia de inobservar esa interdicción, sin embargo, es algo confusa. Desde luego implicaría la sujeción al régimen administrativo disciplinario previsto en la norma y al que luego nos referiremos, pero en lo que se refiere a las consecuencias en la relación privada entre el trabajador denunciante y el empresario denunciado, la norma no es del todo contundente al afirmar la nulidad de la decisión empresarial. 

Todo parece apuntar a que está, la nulidad, sería la calificación que mercería la conducta empresarial, sobre todo si acudimos a la exposición de motivos, donde se afirma que “ha de conseguirse que nadie esté amedrentado ante futuros perjuicios. De ahí que la primera medida sea la contundente declaración de prohibir y declarar nulas aquellas conductas que puedan calificarse de represalias y se adopten dentro de los dos años siguientes a ultimar las investigaciones”. Sin embargo, en el articulado de la norma solo hay una previsión en esta dirección, la del artículo 36.5, que parece limitarse, según su tenor literal, a los actos administrativos, pero no a las actuaciones de un empresario particular. Con todo, se trata de una redacción no muy afortunada que pudiera cobijar también las actuaciones de agentes privados –dependerá de si por sujeto del primer enunciado sintáctico tomamos “los actos” o “los actos administrativos”–:  

“Los actos administrativos que tengan por objeto impedir o dificultar la presentación de comunicaciones y revelaciones, así como los que constituyan represalia o causen discriminación tras la presentación de aquellas al amparo de esta ley, serán nulos de pleno derecho y darán lugar, en su caso, a medidas correctoras disciplinarias o de responsabilidad, pudiendo incluir la correspondiente indemnización de daños y perjuicios al perjudicado”

Particularmente pensamos que la duda interpretativa debe decantarse por afirmar la nulidad también de la conducta empresarial toda vez que la norma protege, en última instancia, el ejercicio de un derecho fundamental: El de libertad de expresión del art. 20 CE´78 –entendemos que no se protege el derecho a la tutela judicial efectiva, pues esta ley no cobija las denuncias que tengan por objeto reclamaciones interpersonales (art. 35.2)–. Esta ley estaría, entonces, brindando una cualificada protección al derecho a la libertad de expresión, superior a la del resto de derechos fundamentales, cuando se haga con el fin cívico de velar por el cumplimiento de la legalidad vigente. 

Más allá de la nulidad de la decisión empresarial, en virtud del mismo artículo 36.5 in fine, si se estima que la misma constituye una represalia frente al informante, dará también lugar a la correspondiente indemnización por daños en favor de este último. Nada se dice sobre los criterios a seguir para la cuantificación de la misma y sería tentador acudir, por analogía, a los importes de las multas que se recogen en la propia norma y que son verdaderamente altos si los contrastamos con otras tarifaciones, como las de las sanciones de la LISOS.  

En efecto, la norma regula un régimen sancionador propio que, en razón de su especialidad, será de aplicación preferente al de la LISOS, incluso en el ámbito laboral. Dentro de este, y centrándonos en el concreto asunto que nos ocupa, se consideran infracciones muy graves “la adopción de cualquier represalia derivada de la comunicación frente a los informantes” (art. 63.b). La sanción para dicha infracción, además de otras accesorias como la prohibición de contratar en el sector público o la difusión de la conducta empresarial, será una multa que oscilará entre los 30.001 y los 300.000 euros para las personas físicas, y entre los 600.001 y 1.000.000 de euros para las personas jurídicas. 

Cabría preguntarse si a la hora de constatar la existencia de la conducta infractora sería de aplicación el juego de presunciones previsto en el art. 36 de la norma y al que nos hemos referido más arriba: La presunción de inocencia que debe regir en el procedimiento sancionador aconseja una respuesta negativa, pero sería muy difícil aceptar que una misma conducta pueda constituir un ilícito a efectos laborales, acarreando la nulidad de la decisión empresarial, y que esta no pueda ser reprochada administrativamente. El artículo 36.3 de la norma parece insinuar que también a efectos sancionadores operará la inversión de la carga de la prueba, al afirmar que se considerarán represalias las que se adopten en forma de decisiones laborales “salvo que estas medidas se llevaran a cabo dentro del ejercicio regular del poder de dirección al amparo de la legislación laboral o reguladora del estatuto del empleado público correspondiente, por circunstancias, hechos o infracciones acreditadas, y ajenas a la presentación de la comunicación”. El artículo 38.4, sin embargo, limita los efectos procesales de la inversión de la carga de la prueba a los procedimientos relativos a los perjuicios sufridos por los informantes, y no a los que se entablen en materia administrativo-sancionadora. 

En definitiva, la trascendencia práctica que vemos a esta norma, y sintetizamos ya a través de la ejemplificación, es la cuasiobjetivización de la tutela proporcionada al trabajador informante, que puede implicar consecuencias muy severas para las empresas, superando con creces los esquemas tuitivos que hasta ahora conocemos. Supongamos el desistimiento libre durante el periodo de prueba que opera la empresa sobre un trabajador que meses antes había tramitado una denuncia frente a aquella. La empresa, imaginemos que es de gran tamaño, no conocía ni sospechaba la identidad del informante, sino que adoptó la decisión extintiva por falta de simpatía con el trabajador expresada por el responsable de recursos humanos. En la medida que contaba con la flexibilidad extintiva del período de prueba, la empresa no adoptó ninguna cautela probatoria ni justificativa del cese. La presunción iuris tantum del carácter represor del cese (la extinción del periodo de prueba se encuentra dentro de la protección del artículo 36 de la nueva norma) puede acarrear fácilmente, no solo la nulidad de dicha decisión, sino también la obligación adicional de reparar el daño con una indemnización mínima de 600.000 € (si se adopta la tarifa de sanciones por analogía) y una multa administrativa por ese mismo importe. Desde otra óptica, cabría preguntarse si un régimen protector casi automático como es este, no puede ser un perverso incentivo a las denuncias como forma de protección en situaciones de empleo más inestable (contratos temporales o sujetos a período de prueba).

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